El sábado acababa de nacer y una de mis colaboradoras, mi hermano y yo bajábamos de San Rafael de Heredia, tras una jornada agotadora. Al acercarnos a la intersección de la nueva iglesia del Corazón de Jesús, un vehículo, que venía en sentido sur-norte a gran velocidad se brincó la señal de “Alto”, invadió nuestro carril y nos embistió de frente.
Luego de comprobar que todos estábamos bien, bajamos del carro, al igual que el conductor del otro vehículo. Apenas lo vimos nos dimos cuenta: venía totalmente ebrio y con las señales inequívocas del consumo de droga. ¿De qué otra forma se explica que alguien en sus cinco sentidos, con los pies en la tierra, le eche a uno el carro encima en un lugar donde no existe peligro aparente?
Pero no paró ahí. Tras unas desmesuradas muestras de desesperación, que su estado de intoxicación no permitían entender, el sujeto intentó arrancar su carro. Fue inútil. Los retorcidos restos de su “nave de la muerte” habían sucumbido ante el impacto. Subido en su nube de alcohol, psicotrópicos y adrenalina algo le decía que empujando el carro con sus propias fuerzas éste haría la hazaña y él podría emprender el ansiado viaje: la fuga. Nada se pudo y como último recurso abandonó el barco. Empezó a correr para hacer lo que hacen los más cobardes al comprobar que las consecuencias de sus actos tienen la proporción inversa a su valor: huir.
Ya con las autoridades en el sitio todo fue lo mismo. Un mero trámite. Siempre me asombra la capacidad que tiene la gente que trabaja con las desgracias humanas para “desvincularse” de ellas y hacer parecer que nada es lo suficientemente sobrecogedor para sacarlos de “su rutina diaria”.
Aunque mal hago. No todo fue indeferencia. TODOS –el oficial de tránsito, el agente del INS, el conductor de la grúa—parecían conocer “el mejor taller para reparar mi carro”. “No se preocupe, me decían, ahí le ayudan con los trámites del INS y le hacen la vueltita con el deducible”. ¡Tanta esplendidez y sensibilidad desinteresada me dejó pasmado!
Y la justicia. Como siempre, ella bien. Ahora me preparo para enfrentar una maraña legal que estoy seguro no me conducirá a nada. El colmo de la indiferencia, el triunfo de la impunidad para una persona cuya irresponsabilidad bien pudo costar vidas humanas y que sin embargo solo tendrá que sufrir los daños de su kamikaze sin valor.
Haré, por salud de mi conciencia, todo lo que esté a mi alcance por que esta persona asuma las consecuencias de semejante irresponsabilidad, pero es inevitable preguntarse: ¿cuánto vale nuestra vida con criminales como este sueltos? ¿Qué pasa cuando las autoridades solo saben expresar excusas plagadas de indeferencia o se vuelven mercaderes intentando lucrar con la desgracia ajena?